Wednesday, April 25, 2012

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Tuesday, April 17, 2012

El travelling de Kapo Escrito por Serge Daney




En la lista de películas que nunca vi no solo figuran Octubre, Amanees o Bambi, sino también la oscura Kapo. Film sobre los campos de concentración rodado en 1960 por el italiano Gillo Pontecorvo, Kapo no marcó un hito en la historia del cine. ¿Seré yo el único que, sin haberla visto, no la olvidará jamás? En realidad no vi Kapo y al mismo tiempo sí la vi, porque alguien -con palabras- me la mostró. Esta película cuyo título, como una palabra clave, acompañó mi vida cinéfila, solo la conozco a través de un breve texto: la crítica que hizo Jacques Rivette en junio de 1961 en Cahiers du cinéma. Era el número 120 y el artículo se llamaba "De la abyección". Rivette tenía treinta y tres años, yo diecisiete. Seguramente era la primera vez en mi vida que pronunciaba la palabra "abyección".

En su artículo Rivette no cuenta la película sino que se limita a describir un plano en una sola frase. La frase, que se grabó en mi memoria, decía así: "Observen, en Kapo, el plano en que Riva se suicida arrojándose sobre los alambres de púa electrificados: el hombre que en ese momento decide hacer un travelling hacia adelante para encuadrar el cadáver en contrapicado, teniendo el cuidado de inscribir exactamente la mano levantada en un ángulo del encuadre final, ese hombre merece el más profundo desprecio". Así, un simple movimiento de cámara podía ser el movimiento que se debía evitar. Para atreverse a hacerlo -naturalmente- había que ser abyecto. Apenas terminé de leer esas líneas supe que el autor tenía toda la razón.

Abrupto y luminoso, el texto de Rivette me permitía definir con palabras el rostro de la abyección. Mi rebeldía había encontrado su expresión. Pero, además, esa rebeldía estaba acompañada de un sentimiento más oscuro y sin duda menos puro: la serena conciencia de haber adquirido mi primera certeza como futuro crítico. Durante esos años, efectivamente, "el travelling de Kapo" fue mi dogma portátil, el axioma que no se discutía, el punto límite de todo debate. Yo no tenía absolutamente nada que ver, nada que compartir con alguien que no sintiera de inmediato la abyección del "travelling de Kapo".

Además, ese tipo de rechazo estaba de moda en aquella época. Por el estilo rabioso y exasperado del artículo de Rivette, intuía que ya se habían producido debates terribles, y me parecía lógico que el cine fuera la caja de resonancia privilegiada de toda polémica. La guerra de Argelia llegaba a su fin y por el hecho de no haber sido filmada volvía de antemano sospechosa cualquier tentativa de representación de la Historia. Todo el mundo parecía entender que podía haber -incluso y sobre todo en el cine- figuras tabú, indulgencias criminales y montajes prohibidos. La célebre fórmula de Godard que ve en los travellings "una cuestión de moral" me parecía una de esas verdades evidentes que nadie discute. Yo no, en todo caso.

El artículo fue publicado en Cahiers du cinéma tres años antes de que terminara su período amarillo. ¿Acaso sentí que no podía haberse publicado en ninguna otra revista de cine, que ese texto pertenecía al pasivo de los Cahiers como yo, más tarde, les pertenecería? En cualquier caso, encontré mi familia, yo, que tenía tan poca. No era solo por mimetismo esnob que compraba los Cahiers desde hacía dos años y compartía embelesado sus comentarios con un compañero -Claude D.- del liceo Voltaire. No por mero capricho, a principios de cada mes, pegaba la nariz contra la vidriera de una modesta librería de la Avenue de la République. Bastaba con que, bajo la banda amarilla, la foto en blanco y negro de la portada hubiera cambiado para que el corazón me diera un vuelco. Pero no quería que fuera el librero quien me dijera si la revista había salido o no. Quería descubrirlo por mí mismo y pedirla fríamente, con voz neutra, como si se tratara de un cuaderno de borrador. En cuanto a la idea de suscribirme, jamás se me pasó por la cabeza: me gustaba sentir esa impaciencia exasperada. Fuera para comprarlos, luego para escribir en ellos y finalmente para fabricarlos, no me molestaba quedarme en el umbral de los Cahiers porque, de todas maneras, los Cahiers eran mi hogar.

En el liceo Voltaire, un puñado de compañeros entramos subrepticiamente en la cinefilia. Puedo dar la fecha: 1959. La palabra "cinéfilo" aún estaba viva, pero ya tenía esa connotación enfermiza y ese aura rancia que poco a poco la desacreditarían. En cuanto a mí, menosprecié de entrada a aquellos que, demasiado normalmente constituidos, se burlaban de las "ratas de cinemateca" en que nos convertiríamos durante algunos años, culpables de vivir el cine como una pasión y la vida por procuración. A principios de los sesenta, el mundo del cine todavía era un espacio maravilloso. Por un lado, poseía todos los encantos de una contracultura paralela. Por el otro, tenía la ventaja de estar ya constituido, con una sólida historia, con valores reconocidos (los errores de Sadoul, esa Biblia insuficiente), con un lenguaje consolidado y mitos persistentes, con sus batallas ideológicas y sus revistas en guerra. Las guerras prácticamente habían terminado y nosotros llegábamos un poco tarde, es cierto; pero no tanto corno para no acariciar el sueño de apropiarnos de toda esa historia que todavía no tenía la edad del siglo.

Ser cinéfilo era simplemente engullir, paralelamente al del colegio, otro programa escolar con los Cahiers amarillos como línea rectora y algunos guías adultos que, con la discreción de los conspiradores, nos indicaban que allí había un mundo por descubrir y que podía tratarse nada menos que del mundo donde valía la pena vivir. Henri Agel (profesor de letras del liceo Voltaire) fue uno de esos guías singulares. Para evitarnos a nosotros y a él el tedio de las clases de latín, sometía a elección mayoritaria la alternativa siguiente: dedicar la hora a un texto de Tito Livio o ver películas. La clase, que votaba por las películas, salía cautivada y pensativa del vetusto cineclub. Por sadismo y sin duda porque poseía las copias, Agel proyectaba películas apropiadas para despabilar en serio a los adolescentes. Films como La sangre de las bestias de Franju y, sobretodo, Noche y niebla de Resnais. Gracias al cine supe que la condición humana y la carnicería industrial no eran incompatibles, y que lo peor acababa de ocurrir.

Hoy pienso que a Agel (para quien el Mal se escribía con mayúscula) le gustaba atisbar en las caras de los adolescentes de la clase de segundo B los efectos de esta singular revelación. Había algo de voyeurismo en esa manera brutal de transmitir, por medio del cine, ese saber macabro e inevitable del cual éramos la primera generación heredera. Cristiano pero no proselitista, militante antes que elitista, Agel también mostraba, a su manera. Tenía ese talento. Mostraba porque había que hacerlo. Y porque la cultura cinematográfica en el colegio, por la cual militaba, pasaba también por esa distinción tácita entre los que nunca olvidarían Noche y niebla y los demás. Yo no formaba parte de "los demás".

Una, dos, tres veces, según los caprichos de Agel y las clases de latín sacrificadas, miré las ramosas pilas de cadáveres, las cabelleras, los anteojos y los dientes. Escuché el comentario desolado de Jean Cayrol en la voz de Michel Bouquet y la música de Hanns Eisler que parecía excusarse de existir. Extraño bautismo de imágenes: comprender al mismo tiempo que los campos de concentración eran verdaderos y que la película era justa. Y que el cine -¿y solo él?- era capaz de instalarse en los límites de una humanidad desnaturalizada. Sentí que las distancias establecidas por Resnais entre el sujeto filmado, el sujeto filmante y el sujeto espectador eran, tanto en 1959 como en 1955, las únicas distancias posibles. Noche y niebla, ¿una película bella? No, una película justa. Era Kapo la que quería ser una película bella y no podía. Y yo nunca estableceré muy bien la diferencia entre lo bello y lo justo. De ahí el aburrimiento, ni siquiera "distinguido", que me producen las bellas imágenes.

Capturado por el cine, no tuve necesidad de ser seducido. Ni de que me hablaran como a un chico. De niño, no vi ninguna película de Walt Disney. Así como fui enviado directamente a la escuela primaria, estaba orgulloso de haberme ahorrado el bullicioso jardín de infantes de las proyecciones infantiles. Peor: los dibujos animados siempre serían para mí algo distinto del cine. Peor aun: los dibujos animados siempre serían un poco el enemigo. Ninguna imagen bella, y menos aun dibujada, compensaba la emoción -el miedo y el temblor- frente a las cosas registradas. Y todo eso que es tan sencillo pero que necesité tantos años para formular claramente, empezó a salir del limbo ante las imágenes de Resnais y el texto de Rivette. Nacido en 1944, dos días antes del desembarco aliado en Normandía, tenía edad para descubrir al mismo tiempo mi cine y mi historia. Una historia extraña que durante mucho tiempo creí compartir con otros antes de entender -muy tarde- que era solamente la mía.

¿Qué sabe un niño? ¿Y ese pequeño Serge Daney que quena saber todo excepto lo que le concernía directamente? ¿Sobre qué trasfondo de ausencia en el mundo se requerirá más tarde la presencia de las imágenes del mundo? Conozco pocas expresiones tan bellas como la de Jean-Louis Schefer cuando, en su libro L'Homme ordinaire du cinema, habla de las "películas que miraron nuestra infancia". Porque una cosa es aprender a ver películas de manera profesional -para verificar por otro lado que son ellas las que nos miran cada vez menos- y otra cosa es vivir con los films que nos vieron crecer y que nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura, atrapados en las redes de nuestra historia. Psicosis, La dolce vita, La tumba hindú, Río Bravo, El carterista, Anatomía de un asesinato, Shin heike monogatari (Mizoguchi) o, precisamente, Noche y niebla no son para mí películas como las demás.

Los cuerpos de Noche y niebla y, dos años más tarde, los de los primeros planos de Hiroshima, mon amour están entre esas cosas que me miraron más de lo que yo las vi. Eisenstein intentó crear ese tipo de imágenes pero fue Hitchcock quien lo consiguió. ¿Cómo olvidar -por ejemplo- nuestro primer encuentro con Psicosis? Entrarnos fraudulentamente al Paramount Opera y, como era natural, la película nos aterrorizó. Hacia el final, hay una escena sobre la que mi percepción resbala, un montaje hecho de cualquier manera del cual solo emergen objetos grotescos: un salto de cama cubista, una peluca que se cae, un cuchillo blandido a punto de atacar. Al terror vivido en compañía le sigue la calma de una soledad resignada: el cerebro funciona como un segundo aparato de proyección que aislará la imagen, dejando a ¡a película y al mundo seguir sin ella. No me imagino un amor por el cine que no se apoye en el presente robado de ese "siga usted sin mí".

¿Quién no ha vivido esa experiencia? ¿Quién no ha conocido esos recuerdos-pantallas? Imágenes no identificadas se inscriben en la retina, eventos desconocidos ocurren fatalmente, palabras proferidas se vuelven la cifra secreta de un saber imposible sobre uno mismo. Esos momentos "no vistos-no capturados" son la escena primitiva del cinéfilo, aquella de, la cual estaba ausente, aunque solo a él le concernía. En el sentido en que Paulhan habla de la literatura como de una experiencia del mundo "cuando no estamos ahí" y Lacan habla de "lo que falta en su sitio". ¿El cinéfilo? Es aquel que abre desmesuradamente los ojos pero que nunca se atreverá a decirle a nadie que no pudo ver nada. Aquel que se forja una vida de "mirador" profesional, a fin de recuperar su retraso, de rehacerse y de hacerse. Lo más lentamente posible.

Así fue como mi vida tuvo su punto cero, un segundo nacimiento vivido como tal e inmediatamente conmemorado. La fecha es conocida, sigue siendo el año 1959. Es -¿una coincidencia?- el año de la célebre frase de Duras: "No has visto nada en Hiroshima". Mi madre y yo salimos alucinados de ver Hiroshima, mon amour -y no éramos los únicos- porque nunca pensamos que el cine fuera capaz de "eso", Y en el anden del subterráneo me doy cuenta de que esa pregunta odiosa que nunca había sabido contestar ("¿Qué vas a hacer de tu vida?") por fin tiene respuesta. Más tarde, de una forma u otra, será el cine, jamás me ahorré los detalles de este "cine-nacimiento". Hiroshima, el andén del subterráneo, mi madre, la antigua sala de los Agricultores y sus sillones de club serán evocados más de una vez: como el decorado legendario del verdadero origen, aquel que uno eligió para sí.

Resnais, sin duda, es el nombre que une esa escena primitiva en dos años y tres actos. Puesto que Noche y niebla fue posible, Kapo nació perimida y Rivette pudo escribir su artículo. Sin embargo, antes de ser el prototipo del cineasta moderno, Resnais fue para mí un guía más. Si revolucionó, como decíamos por aquel entonces, el lenguaje cinematográfico, fue porque se tomó en serio su tema y porque tuvo la intuición, casi la suerte, de reconocerlo en medio de todos los demás: nada menos que la especie humana tal como salió de los campos de concentración nazis y del trauma atómico. Arruinada y desfigurada. También hubo algo raro en la manera en que me volví un espectador algo aburrido de las otras películas de Resnais. Me parecía que sus intentos de revitalizar un mundo, del cual solo él había registrado a tiempo la enfermedad, estaban destinados a no producir sino malestar.

Por lo tanto, no es con Resnais con quien haré el viaje del cine moderno y su devenir, sino más bien con Rossellini. No es con Resnais con quien aprenderé de memoria lecciones sobre las cosas y sobre moral, sino con Godard. ¿Por qué? Primero, porque Godard y Rossellini hablaron, escribieron y reflexionaron en voz alta. Y la imagen de Resnais plantado como la Estatua del Comendador, aterido en su chaqueta y pidiendo -con derecho pero en vano- que le crean cuando declara no ser un intelectual, terminó por ofuscarme. ¿Fue acaso una forma de vengarme del hecho de que dos de sus películas hubieran "levantado el telón de mi vida"? Resnais fue el cineasta que me sacó de la infancia o, mejor dicho, que hizo de mí un niño serio por más de tres décadas. Pero, de adulto, no volvería a compartir nada con él. Recuerdo que al final de una entrevista -cuando se estrenó La vida es una novela- tuve ganas de hablarle del impacto que Hiroshima, mon amour había producido en mi vida, lo cual me agradeció con un aire seco y distante, como si hubiera elogiado su nuevo impermeable. Me ofendí, pero estaba equivocado: las películas que miraron nuestra infancia no se pueden compartir, ni siquiera con su autor.

Ahora que esta historia se acabó y que tuve más que mi parte de la "nada" que había para ver en Hiroshima, me planteo fatalmente la pregunta: ¿podía haber sido de otra manera? ¿Podía haber, frente a los campos de concentración, otra actitud justa posible que la del antiespectáculo de Noche y niebla? Una amiga recordaba hace poco el documental de George Stevens, realizado al final de la guerra, enterrado, exhumado y exhibido recientemente en la televisión francesa. La primera película que registró la apertura de los campos de concentración en colores y a la que esos mismos colores llevan -sin ninguna abyección- al arte. ¿Por qué? ¿La diferencia entre el color y el blanco y negro? ¿Entre Europa y América? ¿Entre Stevens y Resnais? Lo maravilloso de la película de Stevens es que se trata de un relato de viaje: la progresión cotidiana de un pequeño grupo de soldados que filman y de cineastas que vagabundean a través de una Europa arrasada, desde Saint-Lô en ruinas hasta Auschwitz, que nadie había previsto y que conmociona al equipo de rodaje. Mi amiga me decía que las pilas de cadáveres poseen una belleza extraña que recuerda la gran pintura de este siglo. Como siempre, Sylvie Pierre tenía razón.

Ahora entiendo que la belleza del documental de Stevens no se debe tanto a la distancia justa con la que filmó sino a la inocencia con que miró todo aquello. La distancia justa es el fardo que tiene que cargar el que viene después; la inocencia es la gracia terrible otorgada al primero que llega, al primero que ejecuta, simplemente, los gestos del cine. Solo a mediados de los años setenta pude reconocer en el Salò de Pasolini, o incluso en el Hitler de Syberberg, el otro sentido de la palabra "inocente": no tanto el no culpable sino aquel que, filmando el Mal, no piensa mal. En 1959 y recién endurecido por el descubrimiento, yo ya compartía la culpabilidad de todos. Pero en 1945 bastaba tal vez con ser americano y asistir, como George Stevens o el cabo Samuel Fuller en Falkenau, a la apertura de las verdaderas puertas de la noche con una cámara en las manos. Había que ser norteamericano (es decir, creer en la inocencia fundamental del espectáculo) para obligar a la población alemana a desfilar ante las tumbas abiertas y mostrarles junto a qué habían vivido. Sucedió diez años antes de que Resnaís se sentara a su mesa de edición y quince años antes de que Pontecorvo agregara ese pequeño movimiento que nos indignó a Rivette y a mí. La necrofilia era el precio de ese retraso y el reverso erótico de la mirada "justa", el de la Europa culpable, el de Resnais y, en consecuencia, el mío.

Así empezó mi historia. El espacio abierto por la frase de Rivette era perfectamente el mío, como ya era mía la familia intelectual de Cahiers du cinéma. Pero ese espacio era una puerta estrecha y no un campo vasto y abierto. Con ese goce, por el lado noble, de la distancia justa y su reverso de necrofilia sublime o sublimada. Y, por el lado innoble, la posibilidad de un goce totalmente diferente e insublimable. Fue Godard quien, mostrándome unos cassettes de pornografía concentracionaria guardados en un rincón de su videoteca de Rolle, se asombró un día de que nunca se hubiera intentado prohibir o al menos criticar esas películas. Como si la bajeza de las intenciones de sus realizadores y la trivialidad de las fantasías de sus consumidores las protegieran, de algún modo, contra la censura y la indignación. Esto prueba que en la subcultura perduraban las sordas reivindicaciones de una complicidad obligatoria entre los verdugos y las víctimas. La existencia de esas películas nunca me había preocupado. Tenía hacia ellas (como hacia todo el cine explícitamente pornográfico) la tolerancia casi cortés con que se acepta la expresión de la obsesión cuando es tan cruda que solo puede reivindicar la triste monotonía de su necesaria repetición.

Es la otra pornografía (la "artística" de Kapo, como más tarde la de Portero de noche y otros productos "retro" de los años setenta) la que siempre me indignó. A la estetización consensual a posteriori, prefería el retorno obstinado de las no-imágenes de Noche y niebla, e incluso el derrame pulsional de cualquier Loba entre los SS que nunca vería. Esas películas tenían por lo menos la honestidad de tomar en cuenta una misma imposibilidad de contar, la honestidad de reconocer un alto en la continuidad de la Historia, en el cual el relato se cristaliza o se desboca en el vacío. En ese sentido, no habría que hablar de amnesia o de represión sino de forclusión. Una palabra cuya definición lacaniana entendería más tarde: retorno alucinatorio de una realidad sobre la cual no fue posible establecer un juicio de realidad. Dicho de otra manera: puesto que los cineastas no filmaron a su debido tiempo la política de Vichy, su deber, cincuenta años después, no consiste en enmendarse imaginariamente con películas como Adiós a los niños, sino en retratar actualmente a esa buena gente francesa que, de 1940 a 1942, Velódromo de Invierno incluido, ni se inmutó. Siendo el cine un arte del presente, sus remordimientos carecen totalmente de interés.

Por eso, el espectador que fui de Noche y niebla y el cineasta que con esa película intentó mostrar lo irrepresentable estábamos unidos por una simetría cómplice. O bien es el espectador quien súbitamente "falta en su sitio" y se detiene mientras la película sigue, o bien es la película la que en lugar de continuar se repliega sobre sí misma y sobre una imagen provisoriamente definitiva, que permite al sujeto-espectador seguir creyendo en el cine y al sujeto-ciudadano seguir viviendo su vida. Un alto en el espectador, un alto en la imagen: el cine ha entrado en su edad adulta. La esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, vacíos necesarios y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes. Espectáculo y espectador asumen sus responsabilidades. Fue así como, habiendo elegido el cine, el famoso "arte de la imagen en movimiento", empecé mi vida de cinéfago bajo el signo paradójico de una primera imagen detenida.

Ese alto me protegió de la necrofilia estricta y no vi ninguna de las películas raras o documentales sobre los campos de concentración que siguieron a Kapo. Para mí el asunto había concluido con Noche y niebla y el artículo de Rivette. Durante mucho tiempo fui como el gobierno francés, que ante cualquier incidente antisemita se apresuraba a difundir la película de Resnais como si formara parte de un arsenal secreto que podía oponer indefinidamente sus virtudes de exorcismo a la recurrencia del Mal. Y si yo no aplicaba el axioma del "travelling de Kapo' a las películas cuyo tema las exponía a la abyección, era porque intentaba aplicárselo a todos los films. "Hay cosas -había escrito Rivette- que deben abordarse con miedo y temblón la muerte sin duda es una de ellas; ¿cómo se puede filmar algo tan misterioso sin sentirse un impostor?" Yo estaba de acuerdo. Y como son raras las películas en las que no muere nadie, había muchas ocasiones para tener miedo y temblar. Ciertos cineastas, efectivamente, no eran impostores. Es así como, siempre en 1959, la muerte de Miyagi en Cuentos de la luna pálida me clavó, desgarrado, a mi butaca del teatro Bertrand. Porque Mizoguchi había filmado la muerte como una vaga fatalidad que, como se veía claramente, podía y no podía producirse. Recuerdo la escena: en la campiña japonesa un grupo de bandidos hambrientos ataca a unos viajeros y uno de los bandidos atraviesa a Miyagi con su lanza. Pero lo hace casi inadvertidamente, titubeando, movido por un resto de violencia o por un reflejo estúpido. Ese hecho posa tan poco para la cámara que esta estuvo a punto de no verlo, y estoy convencido de que a todo espectador de Cuentos de la luna pálida se le ocurrió la misma idea loca y casi supersticiosa: si el movimiento de cámara no hubiera sido tan lento, la acción se habría producido fuera de cuadro o -¿quién sabe?- simplemente no se habría producido.

¿Culpa de la cámara? Disociándola de las gesticulaciones de los actores, Mizoguchi procede exactamente a la inversa de Kapo. En lugar de una mirada decorativa, Mizoguchi lanza una ojeada que "hace como si no viera", una mirada que preferiría no haber visto nada, y de esa manera muestra el acontecimiento tal como se produce, ineluctablemente y al sesgo.

Un hecho absurdo como todo incidente que se convierte en tragedia, y carente de sentido como la guerra, una calamidad que a Mizoguchi nunca le gustó. Un acontecimiento que no nos afecta lo suficiente como para que uno siga su camino avergonzado. Estoy seguro de que en ese preciso instante cualquier espectador de los Cuentos sabe absolutamente lo que es el absurdo de la guerra. No importa que el espectador sea occidental, la película japonesa y la guerra medieval: basta pasar del acto de señalar con el dedo al arte de señalar con la mirada para que ese saber, tan furtivo como universal, el único del cual el cine es capaz, nos sea otorgado.

Al optar tan temprano por la panorámica de Cuentos contra el travelling de Kapo, elegí algo cuya gravedad no comprendí sino diez años después, al calor, tan radical como tardío, de la politización post 68 de los Cahiers. Ahora bien., si Pontecorvo, futuro director de La batalla de Argelia, es un cineasta valiente cuyas opiniones políticas comparto en general, Mizoguchi solo vivió para su arte y parece haber sido, políticamente hablando, un oportunista. ¿Donde está la diferencia? Justamente en el miedo y el temblor. Mizoguchi le tiene miedo a la guerra porque, a diferencia de su hermano menor Kurosawa, los hombrecitos cortándose mutuamente las carótidas en nombre de la virilidad feudal lo espantan. De ese miedo, de esas ganas de vomitar y de huir proviene aquella panorámica sorprendente. Es ese miedo el que hace que ese sea un momento justo, es decir, un momento que se puede compartir. En cuanto a Pontecorvo, no tiembla ni tiene miedo; los campos de concentración solo lo indignan ideológicamente. Por eso se inscribe al margen de la escena, bajo la forma obscena de un bonito travelling.

El cine -me daba cuenta- oscilaba con mucha frecuencia entre esos dos polos. Incluso en el caso de cineastas más consistentes que Pontecorvo, choqué más de una vez contra esa manera contrabandística -la práctica hipócrita y generalizada del guiño- de sobrecargar con bellezas parásitas o con informaciones cómplices una escena que no necesitaba nada más. Como la ráfaga de viento que empuja el paracaídas blanco que cubre como un sudario el cuerpo del soldado muerto en Los invasores de Fuller y que me incomodó durante años. Menos, sin embargo, que la falda levantada de Anna Magnani, víctima de otra ráfaga (de ametralladora) en uno de los episodios de Roma, ciudad abierta. Rossellini también daba golpes bajos pero lo hacía de una forma tan novedosa que se necesitaron años para comprender hacia qué abismos nos llevaba. ¿Dónde termina el acontecimiento? ¿Dónde está la crueldad? ¿Dónde empieza la obscenidad y dónde termina la pornografía? Sabía que esas eran las cuestiones, obsesivas, inherentes al cine de "después de ¡os campos de concentración". Cine que bauticé, para mí solo y porque yo tenía su misma edad, "cine moderno".

Ese cine moderno tenía una característica: era cruel. Y nosotros teníamos otra: aceptábamos esa crueldad. La crueldad era el lado bueno. Era ella la que rechazaba la ilustración académica y denunciaba el sentimentalismo hipócrita de un humanismo por aquel entonces muy charlatán. La crueldad de Mizoguchi, por ejemplo, consistía en montar al mismo tiempo dos movimientos irreconciliables y en producir un sentimiento desgarrador de "falta de auxilio a persona en peligro". Sentimiento moderno por excelencia, que precedió en tan solo quince años a los grandes travellings impasibles de Weekend. Sentimiento arcaico también ya que esa crueldad era tan vieja como el cine mismo, el índice de lo que era fundamentalmente moderno en él, desde el último piano de Luces de la ciudad de Chaplin hasta El desconocido de Browning, pasando por el final de Nana.

¿Cómo olvidar aquel lento y tembloroso travelling que lanza el joven Renoir frente a Nana en su lecho, sifilítica y agonizante? ¿Cómo hicieron (nos rebelábamos las ratas de cinemateca en que nos habíamos convertido) para ver en Renoir un poeta de la vida beata cuando en realidad era uno de los raros cineastas capaces de liquidar a un personaje a golpes de travelling?

De hecho, la crueldad entraba en la lógica de mi itinerario de combatiente de los Cahiers. André Bazin, que ya había escrito la teoría de esa crueldad, la encontró tan estrechamente ligada a la esencia del cine que la convirtió en "su cosa". A Bazin, aquel santo laico, le encantaba Historia de Luisiana de Flaherty porque se veía a un cocodrilo comerse un pájaro en tiempo real y en un solo plano: demostración cinematográfica y montaje prohibido. Escoger los Cahiers era elegir el realismo y, como descubrí más tarde, un cierto desprecio por la imaginación. Al "¿Quieres ver? Toma, mira esto" de Lacan, respondía por adelantado un "¿Eso fue filmado? ¡Entonces hay que verlo!" Incluso y sobre todo cuando "eso" resultaba desagradable, intolerable o decididamente invisible.

Ese realismo tenía dos caras. Si a través del realismo los modernos mostraban un mundo sobreviviente, fue a través de un realismo completamente distinto (más bien una "realística") como las propagandas filmadas de los años cuarenta habían colaborado con la mentira y prefigurado la muerte. Es por eso que resultaba justo, a pesar de todo, llamar al primero de los dos, nacido en Italia, "neorrealismo". Era imposible amar "el arte del siglo" sin ver ese arte trabajando para la locura del siglo y trabajado por ella. A diferencia del teatro (crisis y cura colectivas), el cine (información y luto individuales) estaba íntimamente comprometido con el horror del cual apenas se levantaba. Yo heredé un convaleciente culpable, un niño envejecido, una hipótesis frágil. Envejeceríamos juntos, pero no eternamente.

Heredero consciente, cinéfilo e hijo modelo del cine, con "el travelling de Kapo" como amuleto protector, veía pasar los años con una sorda aprensión: ¿y si el amuleto perdiera su eficacia? Recuerdo cuando, a cargo de un curso muy numeroso como profesor en la facultad parisina de Censier, fotocopié el texto de Rivette y lo distribuí entre mis alumnos para que lo leyeran y dieran su opinión. Todavía estábamos en la época "roja" durante la cual algunos alumnos intentaban recuperar, a través de sus profesores, migajas del radicalismo político del 68. Me parece que, por respeto a mí, los más motivados aceptaron ver "De la abyección" como un documento histórico interesante pero pasado de moda. No fui rígido con ellos ni les guardé rencor. Si por casualidad repitiera la experiencia con estudiantes de ahora, no me preocuparía por saber si lo que les perturba es el travelling, sino más bien por saber si existe para ellos algún índice de abyección. Para ser franco, mucho me temo que no lo haya. Esto demuestra no solo que los travellings ya no tienen nada que ver con la moral sino que el cine está demasiado débil para albergar semejante problemática.

El hecho es que treinta años después de las reiteradas proyecciones de Noche y niebla en el liceo Voltaire, los campos de concentración (que me sirvieron de escena primitiva) ya no gozan del respeto sagrado en el que los mantenían Resnais Cayrol y muchos otros. Abandonada a los historiadores y a los curiosos, de ahora en adelante la cuestión de los campos de concentración forma parte de sus trabajos, de sus divergencias, de sus locuras. El deseo "forcluso" que vuelve de manera alucinatoria a la realidad es evidentemente aquel que nunca debió volver. El deseo de que no hubieran existido cámaras de gas, ni la solución final ni, in extremis, campos de concentración: revisionismo, faurissonnismo, negacionismo, siniestros y últimos "ismos". No es solamente el travelling de Kapo lo que hereda hoy un estudiante de cine, sino una transmisión defectuosa, un tabú mal extirpado; en otras palabras, una nueva vuelta de tuerca en la historia estúpida de la tribalización de lo "mismo" y la fobia a lo "otro". Aquel alto en la imagen dejó de operar; la banalidad del mal puede animar nuevos altos, esta vez electrónicos.

En la Francia actual se advierten suficientes síntomas para que, reflexionando sobre lo que vivimos como Historia, alguien de mi generación tome conciencia del paisaje en el que creció. Paisaje trágico y al mismo tiempo confortable. Dos sueños políticos -el americano y el comunista- trazados por Yalta. A nuestra espalda: un punto de no retorno moral simbolizado por Auschwitz y el concepto nuevo de "crimen contra la humanidad". Frente a nosotros: el impensable y casi tranquilizador apocalipsis atómico. Todo esto, que acaba de terminar, duró más de cuarenta años. Yo formo parte de la primera generación para la cual el racismo y el antisemitismo habían sido definitivamente arrojados al basurero de la historia. La primera, ¿y la única? La única al menos que no se alarmó fácilmente frente al lobo del fascismo -"¡No pasarán! ¡Los fascistas no pasarán!"- simplemente porque parecía cosa del pasado, sin sentido y de una vez por todas terminada. Error, obviamente. Error que no impidió vivir bien esos "gloriosos treinta años" de abundancia, aunque siempre entre comillas, ingenuidad, por supuesto, y también la creencia ingenua de que, en el campo estético, la necrofilia elegante de Resnais mantendría eternamente a distancia toda intrusión indecente.

"No puede haber poesía después de Auschwitz", declaraba Adorno; más tarde se retractó de esa célebre frase. "No puede haber ficción después de Resnais", pude haber dicho como un eco, antes de abandonar esa idea un poco excesiva. Protegidos por la onda de choque producida por el descubrimiento de los campos de concentración, ¿creímos que la humanidad había caído (una sola vez pero nunca más) en lo inhumano? ¿Apostamos realmente a que, por una vez, lo peor había pasado? ¿Esperamos hasta ese punto que lo que aún no llamábamos la Shoah fuese el acontecimiento único "gracias" al cual la humanidad entera salía de la historia para sobrevolarla un instante y reconocer en ella el peor rostro (evitable) de su posible destino? Parece que sí.

Pero si "único" y "entera" estaban de más y si la humanidad no heredaba la Shoah como la metáfora de aquello de lo que fue y es capaz, la exterminación cielos judíos quedará como una historia de judíos, luego -por orden decreciente de culpabilidad, por metonimia- como una historia muy alemana, bastante francesa, árabe únicamente de rebote, muy poco danesa y casi nada búlgara. Es a la posibilidad de la metáfora a lo que respondía, en el cine, el imperativo moderno de pronunciar el alto en la imagen y el embargo de la ficción. Para aprender a contar de manera distinta otra historia en la cual el género humano sería el único personaje y la primera antiestrella.. Para dar a luz otro cine, un cine que sabría que convertir demasiado pronto el acontecimiento en ficción implica quitarle su unicidad, porque la ficción es esa libertad que desmigaja y que se abre, de antemano, a las variantes infinitas y a la seducción del mentir verdadero.

En 1989, mientras trabajaba para el diario Libération en Phnom Penh y en el campo camboyano, vislumbré cómo es un genocidio (e incluso un autogenocidio) que no deja detrás de sí ninguna imagen y casi ninguna huella. La prueba de que el cine ya no estaba íntimamente ligado a la historia de los hombres, ni siquiera en su vertiente inhumana, la constataba yo, irónicamente, en el hecho de que -a diferencia de los verdugos nazis que habían filmado a sus víctimas- los khmers rojos solo habían dejado fotos y osarios. Ahora bien, dado que otro genocidio, el camboyano, se había quedado a la vez sin imágenes y sin castigo, la Shoah-misma entraba en el reino de lo relativo por un efecto de contagio retroactivo. Pasaje de la metáfora bloqueada a la metonimia activa; de la imagen detenida a la viralidad analógica. Todo ocurrió muy de prisa: ya en 1990, la "revolución rumana" acusaba a asesinos indiscutibles de cargos tan frívolos como "portación ilegal de armas de fuego y genocidio". ¿Había que volver a empezar todo desde el principio? Sí, todo. Pero esta vez sin el cine. De allí mi duelo.

Porque, indudablemente, creímos en el cine. Es decir, hicimos todo lo posible para no creer en él. Esa es toda la historia de los Cahiers du cinéma post 68 y de su imposible rechazo del bazinismo. Por supuesto que no se trataba de dormirse en los laureles ni de descorazonar a Roland Barthes confundiendo la realidad con su representación. Éramos, sin duda, demasiado sabios para no inscribir el lugar del espectador en la concatenación significante o para no ver las ideologías que persistían detrás de la falsa neutralidad de la técnica. Incluso Pascal Bonitzer y yo fuimos muy valientes en aquel auditorio universitario repleto de izquierdistas burlones, cuando gritamos con voz temblorosa que una película no se veía sino que se leía. Esfuerzos loables por permanecer del lado de los que no se dejaban engañar. Esfuerzos loables y, en lo que a mí concierne, vanos. Siempre llega el momento en que, a pesar de todo, hay que pagarla cuenta en la caja de la creencia ingenua y atreverse a creer en lo que se ve.

Ciertamente, no estamos obligados a creer en lo que vemos -incluso es-peligroso- pero tampoco estamos obligados a tener fe en el cine. Debe haber riesgo y virtud -en una palabra, valor- en el hecho de mostrarle algo a alguien capaz de mirar lo que se le muestra. ¿De qué serviría enseñarle a alguien a leer lo visual y a decodificar los mensajes si no persiste, aunque sea mínimamente, la más arraigada de las convicciones: que ver es siempre superior a no ver? Y que lo que no se vio en el momento justo no se verá jamás. El cine es el arte del presente. Y si la nostalgia no le sienta para nada, es porque la melancolía es su reverso inmediato.

Recuerdo la vehemencia con que defendí este tema por primera y última vez. Fue en Teherán, en una escuela de cine. Frente a los periodistas invitados, Khemais K. y yo, había filas de muchachos con barbas incipientes de un lado y filas de bultos negros del otro (sin duda eran las mujeres). Los muchachos a la izquierda y las chicas a la derecha, según el apartheid que rige en ese país. Las preguntas más interesantes (las de las mujeres) nos llegaban en forma de papelitos furtivos. Al verlas tan atentas y tan estúpidamente cubiertas, me dejé llevar por una cólera inútil que no iba dirigida a ellas sino a toda la gente del poder para la cual lo visible era lo primero que debía ser controlado, es decir, sospechado de traición y sometido con la ayuda de un chador o de una policía de los signos. Envalentonado por lo extraño del momento y del lugar, lancé una prédica en favor de lo visual frente a un público cubierto que asentía con leves movimientos de cabeza.

Rabia tardía, rabia terminal. Porque la época de la sospecha se acabó definitivamente. Solo se sospecha cuando una cierta idea de la verdad está en juego. Los únicos que reaccionan son los integristas y los beatos, los que le buscan pulgas al Cristo de Scorsese y a la María de Godard. Las imágenes ya no están del lado de la verdad dialéctica del ver y del mostrar; pasaron íntegramente a formar parte de la promoción, de la publicidad, es decir, del poder. Es demasiado tarde para no empezar a trabajar en lo que queda: la leyenda póstuma y dorada de lo que fue el cine. De lo que fue y hubiera podido ser. "Nuestro trabajo será mostrar cómo los individuos reunidos a oscuras encendían la imaginación para calentar su realidad (el cine mudo). Y cómo dejaron extinguir la llama al ritmo de las conquistas sociales, contentándose con una mínima llama (el cine sonoro y la televisión en un rincón del cuarto)." Cuando estableció este programa (fue apenas en 1989), el historiador Jean-Luc Godard podría haber agregado: "¡Al fin solo!"

En cuanto a mí, recuerdo muy bien el momento preciso en que tuve que revisar el axioma del "travelling de Kapo", y también el concepto fundamental de cine moderno. En 1979 se exhibió en televisión la serie americana Holocausto, de Marvin Chomsky. En ese momento concluyó una etapa que me envió de regreso a todos mis puntos de partida. Porque si bien los americanos le permitieron a George Stevens realizar en 1945 el sorprendente documental del que hablé antes, no lo difundieron nunca a causa de la guerra fría. Incapaces de tratar esa historia que después de todo no era la de ellos, los productores norteamericanos la habían dejado provisoriamente en manos de los artistas europeos. Pero los americanos tenían sobre esa historia, como sobre cualquier historia, un derecho preeminente, y tarde o temprano la máquina televisiva hollywoodense se atrevería a contar nuestra historia. Lo haría con todo el respeto del mundo pero no podría hacer otra cosa que venderla como una historia americana más. Holocausto contaría entonces la desgracia que le ocurre a una familia judía, desgracia que la separa y la aniquila: con extras demasiado gordos, grandes actuaciones, un humanismo irreprochable, escenas de acción y melodrama. Y el público sentiría compasión.

¿Es únicamente bajo la forma del "docudrama" a la americana como esta historia podría salir de los cineclubes y, por medio de la televisión, interesar a esa versión sumisa de la "humanidad entera" que es el público de la televisión mundial? Ciertamente, la simulación-Holocausto ya no apuntaba sobre la alienación de una humanidad capaz de un crimen contra sí misma, sino que permanecía obstinadamente incapaz de hacer resurgir de esa historia a los seres singulares que fueron, uno a uno, con un nombre, un rostro y una historia, los judíos exterminados. Fue una historieta (el Maus de Spiegelman) la que se atrevió, años más tarde, a perpetrar ese acto salvador de resingularización. La historieta, no el cine, a tal punto es cierto que el cine americano detesta la singularidad. Con Holocausto Marvin Chomsky volvía a traer, modesto y triunfal, a nuestro enemigo estético de siempre: el buen póster sociológico, con su casting bien estudiado de especimenes sufrientes y su espectáculo de feria de retratos-hablados animados. ¿La prueba? En esa misma época empezaron a circular -y a indignar- los escritos de Faurissonne, que niegan la existencia de los campos de exterminio nazis.

Necesité veinte años para pasar de mi "travelling de Kapo" a este Holocausto irreprochable. Me tomé mi tiempo. La cuestión de los campos de concentración, la cuestión misma de mi prehistoria, siempre me sería planteada, pero ya no a través del cine. Ahora bien, gracias al cine entendí por qué esa historia me afectaba, por qué lado me agarraba y bajo qué forma se me apareció (un leve travelling que estaba de más). Hay que ser leal al rostro de lo que un día nos transformó. Y toda forma es un rostro que nos mira. Por eso nunca creí (aunque les temía) en aquellos que en el cineclub del liceo huían con voz llena de condescendencia de los pobres locos -y locas- formalistas, culpables de preferir al contenido de las películas el goce personal de su forma. Solo quien se estrelló muy temprano contra la violencia formal terminará sabiendo de qué manera esa violencia tiene también un fondo (pero se necesita toda una vida, la de uno). Y llegará el momento, siempre demasiado pronto, de morir curado, habiendo elegido el enigma de las figuras individuales de la propia historia contra las banalidades del cine-reflejo-de-la-sociedad y otras preguntas graves y necesariamente sin respuesta. La forma es deseo, el fondo no es más que la tela cuando ya no estamos ahí.

Todo esto pensaba hace algún tiempo mientras veía por televisión un clip que entrelazaba melosamente las imágenes de cantantes muy famosos con las de niños africanos famélicos. Los cantantes ricos -"We are the children, we are the world!"- mezclaban su imagen con la de los niños hambrientos. De hecho, tomaban su lugar, los reemplazaban, los borraban. Fundiendo y encadenando estrellas de la música pop y esqueletos en un parpadeo figurativo donde dos imágenes trataban de ser una sola, el clip ejecutaba con elegancia esa comunión electrónica entre el Norte y el Sur. Aquí está, me dije, el rostro actual de la abyección y la forma perfeccionada de mi travelling de Kapo. Me gustaría que estas cosas asquearan al menos a un adolescente de hoy, o que le dieran vergüenza. No tanto vergüenza de estar bien alimentado y cuidado, sino más bien de que se considere que tiene que ser seducido estéticamente en una situación en la que solo es necesaria la conciencia (aunque sea mala) de ser un ser humano y nada más.

Sin embargo, pensé finalmente, toda mi historia está ahí. En 1961 un movimiento de cámara estetizaba un cadáver y, treinta años más tarde, un fundido encadenado hacía bailar juntos a los muertos de hambre y a los satisfechos. Nada cambió. Ni siquiera yo, siempre incapaz, de ver en ello el aspecto carnavalesco de una danza de la muerte a la vez medieval y ultramoderna. Tampoco cambiaron los conceptos dominantes de la postal bienpensante de la belleza consensual. La forma, sin embargo, cambió un poco. En Kapo todavía era posible detestar a Pontecorvo por haber anulado a la ligera una distancia que debería haber respetado. El travelling era inmoral porque nos ponía, a él cineasta y a mí espectador, fuera de lugar. Un lugar en el cual yo no podía ni quería estar. Porque me deportaba de mi situación real de espectador como testigo para meterme a la fuerza dentro del cuadro. Ahora bien, ¿qué otro sentido podía tener la frase de Godard, si no el de que no hay que ponerse nunca en donde no se está, ni hablar en el lugar de los demás?

Cuando imagino los gestos de Pontecorvo al decidir el travelling, simulándolo con las manos, le guardo aun más rencor por cuanto en 1961 un travelling representaba todavía rieles, maquinistas, en resumen, un esfuerzo físico considerable. Pero me resulta más difícil imaginar los gestos del responsable del fundido encadenado electrónico de We Are the Children. Lo adivino apretando botones en una consola, tocando las imágenes con la punta de los dedos, definitivamente alejado de las cosas y de las personas que esas imágenes representan; incapaz de sospechar que se le puede tener rencor por ser un esclavo de gestos automáticos. Es que pertenece a un mundo (la televisión) en el que, al haber desaparecido poco a poco la alteridad, ya no hay buenos ni malos procedimientos de manipulación de las imágenes. Estas ya no son "imagen del otro" sino imágenes entre otras en el mercado de las imágenes de marca. Y ese mundo, contra el que ya no me rebelo, que me provoca aburrimiento e inquietud, es precisamente el mundo "sin el cine". Es decir, sin ese sentimiento de pertenecer a la humanidad debido a la presencia de un país suplementario llamado cine. Y sé muy bien por qué adopté el cine: para que a cambio me adoptara. Para que me enseñara a tocar incansablemente con la mirada a qué distancia de mi empezaba el otro.

Esta historia, naturalmente, empieza y termina con los campos de concentración porque son el caso límite que me esperaba al comienzo de mi vida y a la salida de la infancia. En cuanto a mi infancia, necesitaría toda una vida para reconquistarla. Es por eso -mensaje para Jean-Louis S.- que terminaré yendo a ver Bambi.

(Originalmente publicado en Trafic Nº4, otoño de 1992, P.O.L., París)

Saturday, April 14, 2012

Escribir un cuento. (por Raymond Carver)



Allá por la mitad de los sesenta empecé a notar los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo experimenté idéntica dificultad para leer tales obras como para escribirlas. Mi atención se despistaba; y decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela. De todas formas, se trata de una historia angustiosa y hablar de ello puede resultar muy tedioso. Aunque no sea menos cierto que tuvo mucho que ver, todo esto, con mi dedicación a la poesía y a la narración corta. Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar. Por ello perdí toda ambición, toda gran ambición, cuando andaba por los veintitantos años. Y creo que fue buena cosa que así me ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor que desea hacerse como tal. Porque una ambición desmedida, acompañada del infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.


Son muchos los escritores que poseen un buen montón de talento; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero la única manera posible de contemplar las cosas, la única contemplación exacta, la única forma de expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. El mundo según Garp es, por supuesto, el resultado de una visión maravillosa en consonancia con John Irving. También hay un mundo en consonancia con Flannery O’Connor, y otro con William Faulkner, y otro con Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin... Cualquier gran escritor, o simplemente buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.


Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, tarda en encontrarse.


Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una ficha de tres por cinco, que pegaré en la pared, detrás de mi escritorio... Entonces tendré al menos es ficha escrita. “El esmero es la ÚNICA convicción moral del escritor”. Lo dijo Ezra Pound. No lo es todo aunque signifique cualquier cosa; pero si para el escritor tiene importancia esa “única convicción moral”, deberá rastrearla sin desmayo.


Tengo clavada en mi pared una ficha de tres por cinco, en la que escribí un lema tomado de un relato de Chejov:... Y súbitamente todo empezó a aclarársele. Sentí que esas palabras contenían la maravilla de lo posible. Amo su claridad, su sencillez; amo la muy alta revelación que hay en ellas. Palabras que también tienen su misterio. Porque, ¿qué era lo que antes permanecía en la oscuridad? ¿Qué es lo que comienza a aclararse? ¿Qué está pasando? Bien podría ser la consecuencia de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio por haberme anticipado a ello.


Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: No a los juegos triviales. También eso pasó a una ficha de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: No jugar. Odio los juegos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, cierro el libro. Los juegos literarios se han convertido últimamente en una pesada carga, que yo, sin embargo, puedo estibar fácilmente sólo con no prestarles la atención que reclaman. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden echarme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos para hacer sentir cosas a sus lectores. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor debe evitar el bostezo, el espanto de sus lectores.


Hace unos meses, en el New York Times Books Review, John Barth decía que, hace diez años, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, y eso, hasta no hace mucho, era objeto de atención. Se lamentaba Barth, en su artículo, porque en los ochenta han sido muchos los escritores entregados a la creación de novelas ligeras y hasta “pop”. Argüía que el experimentalismo debe hacerse siempre en los márgenes, en paralelo con las concepciones más libres. Por mi parte, debo confesar que me ataca un poco los nervios oír hablar de “innovaciones formales” en la narración. Muy a menudo, la “experimentación” no es más que un pretexto para la falta de imaginación, para la vacuidad absoluta. Muy a menudo no es más que una licencia que se toma el autor para alienar -y maltratar, incluso- a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, nos despoja de cualquier noticia acerca del mundo; se limita a describir una desierta tierra de nadie, en la que pululan lagartos sobre algunas dunas, pero en la que no hay gente; una tierra sin habitar por algún ser humano reconocible; un lugar que quizá sólo resulte interesante para un puñado de especializadísimos científicos.


Sí puede haber, no obstante, una experimentación literaria original que llene de regocijo a los lectores. Pero esa manera de ver las cosas -Barthelme, por ejemplo- no puede ser imitada luego por otro escritor. Eso no sería trabajar. Sólo hay un Barthelme, y un escritor cualquiera que tratase de apropiarse de su peculiar sensibilidad, de su mise en scene, bajo el pretexto de la innovación, no llegará sino al caos, a la dispersión y, lo que es peor, a la decepción de sí mismo. La experimentación de veras será algo nuevo, como pedía Pound, y deberá dar con sus propios hallazgos. Aunque si el escritor se desprende de su sensibilidad no hará otra cosa que transmitirnos noticias de su mundo.


Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos -una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer- con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado. Es posible escribir un diálogo aparentemente inocuo que, sin embargo, provoque un escalofrío en la espina dorsal del lector, como bien lo demuestran las delicias debidas a Navokov. Esa es de entre los escritores, la clase que más me interesa. Odio, por el contrario, la escritura sucia o coyuntural que se disfraza con los hábitos de la experimentación o con la supuesta zafiedad que se atribuye a un supuesto realismo. En el maravilloso cuento de Isaak Babel, Guy de Maupassant, el narrador dice acerca de la escritura: Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde. Eso también merece figurar en una ficha de tres por cinco.


En una ocasión decía Evan Connell que supo de la conclusión de uno de sus cuentos cuando se descubrió quitando las comas mientras leía lo escrito, y volviéndolas a poner después, en una nueva lectura, allá donde antes estuvieran. Me gusta ese procedimiento de trabajo, me merece un gran respeto tanto cuidado. Porque eso es lo que hacemos, a fin de cuentas. Hacemos palabra y deben ser palabras escogidas, puntuadas en donde corresponda, para que puedan significar lo que en verdad pretenden. Si las palabras están en fuerte maridaje con las emociones del escritor, o si son imprecisas e inútiles para la expresión de cualquier razonamiento -si las palabras resultan oscuras, enrevesadas- los ojos del lector deberán volver sobre ellas y nada habremos ganado. El propio sentido de lo artístico que tenga el autor no debe ser comprometido por nosotros. Henry James llamó “especificación endeble” a este tipo de desafortunada escritura.


Tengo amigos que me cuentan que deben acelerar la conclusión de uno de sus libros porque necesitan el dinero o porque sus editores, o sus esposas, les apremian a ello. “Lo haría mejor si tuviera más tiempo”, dicen. No sé qué decir cuando un amigo novelista me suelta algo parecido. Ese no es mi problema. Pero si el escritor no elabora su obra de acuerdo con sus posibilidades y deseos, ¿por qué ocurre tal cosa? Pues en definitiva sólo podemos llevarnos a la tumba la satisfacción de haber hecho lo mejor, de haber elaborado una obra que nos deje contentos. Me gustaría decir a mis amigos escritores cuál es la mejor manera de llegar a la cumbre. No debería ser tan difícil, y debe ser tanto o más honesto que encontrar un lugar querido para vivir. Un punto desde el que desarrollar tus habilidades, tus talentos, sin justificaciones ni excusas. Sin lamentaciones, sin necesidad de explicarse.


En un ensayo titulado "Escribir cuentos", Flannery O’Connor habla de la escritura como de un acto de descubrimiento. Dice O’Connor que ella, muy a menudo, no sabe a dónde va cuando se sienta a escribir una historia, un cuento... Dice que se ve asaltada por la duda de que los escritores sepan realmente a dónde van cuando inician la redacción de un texto. Habla ella de la “piadosa gente del pueblo”, para poner un ejemplo de cómo jamás sabe cuál será la conclusión de un cuento hasta que está próxima al final:


"Cuando comencé a escribir el cuento no sabía que Ph.D. acabaría con una pierna de madera. Una buena mañana me descubrí a mí misma haciendo la descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y cuando acabé vi que le había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Recordé al marino bíblico, pero no sabía qué hacer con él. No sabía que robaba una pierna de madera diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero en cuanto me topé con eso supe que era lo que tenía que pasar, que era inevitable."


Cuando leí esto hace unos cuantos años, me chocó el que alguien pudiera escribir de esa manera. Me pereció descorazonador, acaso un secreto, y creí que jamás sería capaz de hacer algo semejante. Aunque algo me decía que aquel era el camino ineludible para llegar al cuento. Me recuerdo leyendo una y otra vez el ejemplo de O’Connor.


Al fin tomé asiento y me puse a escribir una historia muy bonita, de la que su primera frase me dio la pauta a seguir. Durante días y más días, sin embargo, pensé mucho en esa frase: Él pasaba la aspiradora cuando sonó el teléfono. Sabía que la historia se encontraba allí, que de esas palabras brotaba su esencia. Sentí hasta los huesos que a partir de ese comienzo podría crecer, hacerse el cuento, si le dedicaba el tiempo necesario. Y encontré ese tiempo un buen día, a razón de doce o quince horas de trabajo. Después de la primera frase, de esa primera frase escrita una buena mañana, brotaron otras frases complementarias para complementarla.


Puedo decir que escribí el relato como si escribiera un poema: una línea; y otra debajo; y otra más. Maravillosamente pronto vi la historia y supe que era mía, la única por la que había esperado ponerme a escribir.


Me gusta hacerlo así cuando siento que una nueva historia me amenaza. Y siento que de esa propia amenaza puede surgir el texto. En ella se contiene la tensión, el sentimiento de que algo va a ocurrir, la certeza de que las cosas están como dormidas y prestas a despertar; e incluso la sensación de que no puede surgir de ello una historia. Pues esa tensión es parte fundamental de la historia, en tanto que las palabras convenientemente unidas pueden irla desvelando, cobrando forma en el cuento. Y también son importantes las cosas que dejamos fuera, pues aún desechándolas siguen implícitas en la narración, en ese espacio bruñido (y a veces fragmentario e inestable) que es sustrato de todas las cosas.


La definición que da V.S. Pritcher del cuento como “algo vislumbrado con el rabillo del ojo”, otorga a la mirada furtiva categoría de integrante del cuento. Primero es la mirada. Luego esa mirada ilumina un instante susceptible de ser narrado. Y de ahí se derivan las consecuencias y significados. Por ello deberá el cuentista sopesar detenidamente cada una de sus miradas y valores en su propio poder descriptivo. Así podrá aplicar su inteligencia, y su lenguaje literario (su talento), al propio sentido de la proporción, de la medida de las cosas: cómo son y cómo las ve el escritor; de qué manera diferente a las de los más las contempla. Ello precisa de un lenguaje claro y concreto; de un lenguaje para la descripción viva y en detalle que arroje la luz más necesaria al cuento que ofrecemos al lector. Esos detalles requieren, para concretarse y alcanzar un significado, un lenguaje preciso, el más preciso que pueda hallarse. Las palabras serán todo lo precisas que necesite un tono más llano, pues así podrán contener algo. Lo cual significa que, usadas correctamente, pueden hacer sonar todas las notas, manifestar todos los registros.

Lo que escribí sobre la exposición de Papas Fritas.



Hay mil maneras de hacer arte e infinitas formas para hablar de él, pero una sola cosa suele acercarse más a lo real y se llama cuadro. Un cuadro implica elegir y renunciar. Elegir lo que quisiste decir y renunciar a lo que no pudiste o alcanzaste a decir.
Cuando lo que se pinta se hace para hacer juego con el sillón o la mesa de centro, más que arte es diseño de interiores o una copa al servicio de COPEC.
Estamos invadidos de acciones de arte que no son ni acciones ni son arte. Tiempos donde el alcalde de Valparaíso quiere hacer listas de la gente que compra pintura en aerosol porque no pinta en los lugares destinados para el arte oficial. O sea que si dices lo que hay que decir y dónde yo lo digo, puedes pasar de ser delincuente a ciudadano.
Yo que no sé tanto de pintura pero sí sé que el día que vi de frente un Brueguell me fui a la chucha y sé que el arte debiera siempre estar jugando con los límites sean los que sean. De tiempos o de contenidos.
Lo demás es propaganda.
El arte debiera ser una acción en sí misma y no una acción de arte.
Para mí, Papas fritas sigue siendo siempre eso. El arte como algo instituyente en vez de algo instituído.
Y es por eso que esta vez deja las puertas abiertas de su trabajo permitiendo que las cosas no sean resueltas como una sanción drástica y definitiva. En cambio, esta vez el interés está puesto en sufrir la experiencia, donde las acciones discursivas simplemente sucedan, enfrentando la propia ignorancia del autor–artista y la dura mirada del espectador a la fractura.
Esta vez ese vacío que tanto ha criticado en su trabajo, pasa a desnudarse como parte de su obra.
Es así como algo que empieza como una serie de retratos de sus influencias se transforma por el uso de los detalles, en algo mucho más cercano a un autorretrato.
Lo que parte como el despliegue de una historia general se va convirtiendo así en una historia particular. La historia de cómo alguien se apropia de una macropolítica y la convierte en micropolítica.
Los retratos de Papas no buscan el realismo de un Bravo ni esperan tampoco un bravo!. Son la forma en que alguien se hace cargo de sus influencias.
La realidad acá no importa, ni menos el realismo. Como diría Bacharach: Una casa no es un hogar. Y siempre invitar a alguien a tu hogar es un acto valiente. Para invitar a la casa tenemos a homecenter.
Para Papas fritas, el sentido común no es un lugar en el cual descansar sino todo lo contrario.
A partir de elementos de la cultura pop trastoca el sentido común asociado a estos, para hacerlos decir otra cosa de lo que el esencialismo o la historia creó para ellos.
¿cómo logra hacer de esos elementos cotidianos que siempre han estado ahí algo que nos diga otra cosa?
Lo hace usando objetos del sentido común y traslandándolos a lo incierto, como si se tratara de jugar con metáforas y metonimias para mostrar que el orden establecido de los sentidos, sólo es una muestra más del poder del discurso hegemónico.
Lo hace cambiando los finales Disney y haciendo hablar a los personajes de otra forma. Por ejemplo, para Papas, el lobo de caperucita roja se convierte en mucho más de lo que dice el cuento normativo. Por un lado, porta los colores de la iglesia que personifica la pedofilia en la distancia entre un lobo y una niña y por otro también del poder de la iglesia(que suele poner siempre la naturaleza de su lado). En ese gesto, también demuestra que ese enemigo que fue el lobo en toda nuestra infancia, ahora se volvió mucho más real y que basta con ir a la iglesia del bosque para encontrarlo, en vez de ir al bosque mismo.
Papas vende lo que pinta en vez de pintar lo que vende.
Hace y deshace los cuentos oficiales para hacer de eso, lo que a veces el arte tiene de realidad y no de realismo.
Y en esta diferencia, creo está toda la fuerza de su arte.