Wednesday, February 07, 2007

dancing with myself



En las películas gringas que no llegan a ser demasiado malas sino tal vez un poco, llego a reflejarme en esos discursos públicos que intentan ser una prueba de amor. Todas esas copias de Dustin Hofmann en su papel de graduado, antes de que la acumulación de títulos lo dejara sin nada que decir y la multiplicación de tics le dejara la cara con mueca de Oscar.

Esos momentos donde uno hacía público su amor y como una fórmula matemática, se hacía más fuerte de manera proporcional a la gente presente o a la cantidad de rosas enviadas.

Recuerdo el momento en el cual estaba poniendo música en el cumpleaños de un amigo, con el afán explícito de divertir a la gente o a ese público que dará cuenta de la validez de su amor, convirtiendo tu primer nombre en algo empezado en Tony.

Las mismas cuatro letras que se han hecho famosas en la filosofía electrónica de las pistas chilenas y que yo cambiaría sin dudar, su apellido por Camo o Caluga.

Siguiendo sus enseñanzas (las de Caluga que sabe reírse de sí mismo) me subí a ese podio/confesionario armado de mi nariz roja de juguete e intenté citar a la cultura popular en forma de presente absoluto. Ayudando a los bailantes para que no tuvieran que buscar demasiado en su memoria y pudieran convencer a sus pies de que sus movimientos no pondrían en jaque a su identidad.

No hago ficción si digo que en ese momento recordé a Woody Allen cuando dijo alguna vez que en una cama donde hay dos también hay seis. Los dos participantes y sus respectivos padres.

Dejando de lado la visión psicoanalítica, me gustaría preguntarme lo siguiente:

¿Cuántos bailan cuando bailan dos? O extremándome y rozando la polémica, me gustaría preguntar si los que bailan solos no están también acompañados.
Lo digo porque creo haber sido testigo de la cantidad de espejos que los miran y de algunos movimientos calculados en relación a sus miradas de reojo. Movimientos por los cuales Tony Manero habría cambiado sin dudar sus zapatos por una pistola, porque se habría dado cuenta que el horizonte se vestía de competencia.

¿Bailar puede ser un riesgo? ¿Puede salir de lo calculado? ¿Cuál es la relación que tiene la música con la historia?

En un intento de respuesta peleo con mis palabras para no volverme un viejo nostálgico, de esos que piensan que todo pasado fue mejor mientras su amante es el presente.

No crean que no intento ser más claro o que las vueltas que doy son un signo del estilo categoría cine arte, sino que a veces me fallan las palabras.
Me encantaría dominarlas porque podría al mismo tiempo dominarme a mí mismo y dejar de escribir espacios vacíos o soledades que fantasean un lector.

Cuando ya no sé a quién le escribo o su por qué, voy en busca de ese pariente cercano y a veces rico en su pobreza, llamado memoria.

Es así como no puedo dejar de recordar la cara adolescente de otro amigo bailando ‘Pretty in pink’, en una pista que esperaba ansiosa, los pies que festejaran el cumpleaños de ese otro amigo cumpleañero.

Recuerdo que esa noche mi amigo no bailó sólo con ese alguien que le devolvía sus pasos, sino también con lo que él fue cuando sus pies apuntaban hacia otro lado u otro tiempo.

Es así como puedo preguntarme si uno puede bailar con su pasado y convertir a su acompañante, si es que lo hay, en quien estaba ahí cuando de las cincuenta veces que escuchamos esa canción, la vigésima quedó anotada en el calendario.

Esa descripción de fechas que nos habría encantado no anotar en ningún papel o foto y que ilusionamos que el fuego haría desaparecer incluso las cenizas. Esas colillas de cigarro que si apagamos nos apagan también a nosotros, o esas cartas que al quemarlas también nos queman e intentamos ahorrarnos el sufrimiento guardándolas en un cajón.

Aún a riesgo de sonar como Arjona( que ya es demasiado sufrimiento) creo que todas esas mujeres que odiamos, tienen una madre llamada memoria que las hace existir aunque no estén presentes.

Hijas y madres que nos encantaría asesinar cuando nos juegan malas pasadas y ya no están allí desde hace años para que el cuchillo sirva de algo. Si quisiéramos hacerlo, deberíamos saber que tienen la habilidad de cambiar los rostros antes de que lleguemos a ver doble y tengamos la excusa de la borrachera.

Es ese pasado, aún no reciclado, que se niega a dejarnos en la forma de nuestro presente.

Ese tiempo que intentamos borrar girando las agujas hacia el otro lado pero que al mismo tiempo nos hace dejar de ser marionetas de “lo que se lleva” sin que sepamos quién lo lleva.
Algunos lo llaman moda y otros lo emparejan a una novia incomprendida o a unos hermosos sostenes a los que les molesta ser quitados porque son más por lo que ocultan que por lo que muestran.
Ese presente continúo que tiene vergüenza de su pasado y cree que lo anterior es sinónimo de involución o de “primitivo”. Haciendo creer a muchos que, por ejemplo, la música puede existir en tiempo de zaping.

En esa actualidad tan de moda de los dejays, que escuchan música en el compás que dictan los demás. No siendo capaces de asumir la paternidad de sus hijos de vinilo de 17 minutos que sólo saben girar en piloto automático y reniegan de sus padres en una rebeldía idiota que los hace aún más presentes.

Una vez presencié una de esas catarsis colectivas que algunos llaman fiestas electrónicas donde el gesto de bajar el volumen y volver a subirlo generaba unas cinco llamadas a Help o la ingesta de 600 cc de agua mineral y debo admitir, que envidié a ese maestro de ceremonias y al manejo que tenía de sus discípulos, pero lamentablemente, si no creo en Dios, menos creo en sus apóstoles.

Creo más en las chicas de rosa y en esos gestos medio kitsch que saben reírse de sí mismos mezclando el pasado y el presente sin querer parecerse a Molly Ringwald, ni copiar sus gestos y su ropa, sino sólo tratar de entenderla donde el tratar no es una simple palabra sino algo que sabe que es un intento.

Creo en ese gran amigo congelado que se paró a bailar con su novia pero también sacó a bailar en el mismo momento, a todas las que fueron o podrían haber sido sus novias, mientras coreaba: “cuelguen al dj porque la música que pone (ahora debiéramos decir toca) no dice nada acerca de mi vida”.

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