Monday, March 12, 2007

pum pum pumky




Pocas veces he leído un prólogo antes de una novela y menos veces me he interesado por escudriñar en la vida del autor de una obra que me ha cautivado. Le tengo fobia a la interpretación biográfica del estilo “su madre lo trató mal, por eso sus letras destilan esa misoginia que en realidad no se dirige a las mujeres en general sino a su madre”, porque creo que dicen más de quien las escribe que de lo que se intenta decir.

Los prólogos, la biografía y las interpretaciones sólo me interesan si el autor se interna y logra dar cuenta de la imposibilidad de la objetividad, si asume el lugar desde donde habla como un intento de vérselas con una verdad esquiva, inseparable de la visión que se tiene de las cosas. Siento pena por los problemas que algunos tienen en la búsqueda de esa objetividad en forma de religión, cuando se ilusionan con un paréntesis o un más allá del estado de las cosas que los ha situado frente a un computador o una máquina de escribir.

Tal vez por esto, me dirigí al Cine Arte Alameda cargando las dudas de mi adolescencia (como cuando tenía que marcar los botones del teléfono de esa mujer que tanto me había costado conseguir), a ver el documental de The Pogues. Pensé sin demasiados argumentos que los documentales son una ficción temerosa de serlo, y que odio las librerías con carteles de no-ficción.

Luego fantasié acerca de las caras de los punks que tal vez se habían envalentonado la semana anterior con lo de Joey o con los Undertones, que venían después y habían sido publicitados por la muerte de John Peel. Imaginé que uno que otro cambiaría su forma de ver la vida, o que ese folklore fome se haría merecedor de por lo menos una tensión de las ideas preconcebidas. Luego me imaginé un documental triste acerca de los riesgos de la cirrosis. Después, a un director que filmaba desde la lástima.

Afortunadamente, me equivoqué y me vi obligado a repensar la idea manoseada de lo que actualmente significa el punk, porque no sólo descubrí que al protagonista le faltaban los dientes sino que también estaba descolocada la imagen que debiera representar para su público, ya que ese gran señor no sabe lo que significa ser un producto, por lo que tampoco entiende la lógica del consumo. Admira a los Sex Pistols y absorbe el folklore irlandés sacándolo de lo que pudiera ser una world music, ya que no conoce otro mundo que el propio. Me arriesgo a decir que para mí los grandes grupos nunca han entendido muy bien justamente esta dirección de sus palabras, y es esto lo que muchas veces los hace escribir, fantaseando esa dirección, dirigiéndolas a un lugar ajeno a las etiquetas y a los productores que saben qué es lo que hay que producir y cómo hacerlo. Me habría encantado que los que hablan tan claramente del rock and roll hubieran estado ese día para entender el por qué se habla de que el rock and roll es una actitud. No necesité demasiados argumentos para entender por qué en algún momento un grupo como Virus fue contestatario o por qué merece entrar en un recuento rockanrollero el hecho de que Dan Aykroyd y Belushi recibieran botellazos cuando tocaban blues para un publico country fascistoide en The Blues Brothers.

¿Qué pasa cuando el rock se acomoda en su etiqueta y su rebeldía adquiere un nombre dentro del estado de las cosas? ¿Sigue llamándose rock?

Que fácil se nos vuelve a veces pensar que el pop es un hermano pobre: sólo cabe en una peluquería si el rock tiene un lugar tan seguro dentro de nuestras certezas.

Me surgen estas preguntas a partir de un documental que ha sido filmando con una distancia que ha desconfiado de las etiquetas, y se ha acercado a una verdad sin nombrarla ni poseerla. Recuerdo cuando Godard se preguntó si era posible filmar la muerte sin sentirse un impostor, y empiezo a respetar todo lo que puede decirse pero que no es posible poseer: la relación entre las palabras y las cosas se vuelve una eterna infidelidad, una eterna poligamia en la cama de los significados.

Pienso en Billie Holiday cuando cantaba ‘Strange fruit’: debía cantarla como si esa fruta extraña fuera un negro colgado de un árbol, y su autor era negro, judío y homosexual, trilogía que hasta el día de hoy es sospechosa para muchos. Pienso cómo el rock funcionó durante mucho tiempo como un termostato de lo que sería pensado como rebeldía para que no fuera buscada en otro lado. Para que fuera una rebeldía calculada, una rebeldía visible que no permitiera buscarla en otro lugar.

Pienso entonces en la dificultad al hacer un documental de los Pogues respetando lo que de antemano sabemos que no entrará en el cuadro, y debo agradecer a quienes se dieron el tiempo de ponerlo dentro del programa y a los que aún usan sus ojos para ver lo que a veces es difícil ver; al esfuerzo de mirar de costado o de reojo, que aún no calza en el nuevo modelo de Ray Ban. Sigo con la ilusión: no me molestaría que el día de mañana Chico Pérez comentara en SQP el documental de Pogues, y que alguien en la calle tarareara una de sus canciones en vez de Enrique Iglesias o Karen Paola. Sigo creyendo que a veces lo más simple es lo más difícil, y que es todavía más complicado filmar lo que intento decir en este momento. Agradezco que exista gente más lúcida que yo y que me ahorre años de preguntas acerca de cómo decir eso que aunque esté en la punta de la lengua tal vez siempre se quede ahí. Que lo ponga en imágenes y que uno intente explicarlo y no pueda, y que todos los críticos de cine intenten explicar lo que sólo ha sido posible de ser dicho en imágenes y silencios, y que sea difícil ponerle estrellas y que no entre en ningún recuento anual porque sigue generándonos preguntas para los años siguientes.

Tal vez por esto lo pendiente se vuelve importante y no permite ser archivado como la espera de una novedad, como algo que ya ha sido dicho, sino como lo que aún nos sigue hablando.

Por ahora, esto es el documental de Pogues para mí.

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