Monday, March 12, 2007

kid on the block



Pocas veces alguien me entrevista con una luz enfrentada a mi cara y un micrófono enganchado en el chaleco. Signo de profesionalismo del que filma o cierto aire de importancia del que es filmado y tiene algo que decir a alguien que no sólo va a escucharlo sino que va a convertir ese momento en algo que puede volver a repetirse como la imagen de tu doble o el hermano gemelo que nunca quisiste tener, haciendo del olvido una especie de personaje de western que creyéndose muerto vuelve a la ciudad. No sólo no basta con escucharse decir estupideces sino que ahora pueden repetirse interminablemente.

Me apuro comiéndome las palabras que no diré y digo que me pagaron por la entrevista un disco a elegir y una botella de vino, y que tuve que hablar acerca de “los jóvenes” y el carrete.

No me interesa entrar en detalles sino decir que el hecho de hablar de otros siempre será un tema delicado, sobre todo porque una entrevista de este tipo se sostiene sobre el hecho de que uno tiene algún tipo de palco privilegiado para decir lo que se espera que uno diga, una especie de salón VIP incrustado en la realidad. Siempre he desconfiado de los que se creen más cerca y, por lo tanto, la situación me tenía bastante nervioso, en una espera interminable porque nunca sé qué es lo que se espera de lo que uno dice.

Pienso esto porque acabo de leer una traducción de un artículo acerca de The Streets, y lo primero que pensé es que cuando uno se entera de que lo que va a leer es una traducción, lo redobla, ya que alguien, en vez de hablar, creyó que lo que otro dijo merece ser dicho con la voz prestada. Es dejar de hablar para que hable otro y diga lo que uno no puede decir o lo que el otro diría mejor.

Quiero aclarar que lo que intento decir no es un ejercicio de demagogia, en donde creemos que nuestras palabras son más importantes sólo por el hecho de ser nuestras, sino que un ser anónimo para mí se me presente como profesor de literatura como si eso lo autorizara para hablar más allá de él. Debo decir que una cierta desconfianza endógena me hizo leer con particular interés lo que no sólo se dijo sino que se tradujo.

Suelo confiar más en un Pérez que en esos apellidos universales tipo Harvard o Yale, porque suelo creer que los nombres hay que ganárselos, saber llevarlos, hacerlos propios porque han nacido en la arbitrariedad de lo que no ha sido elegido. Digo esto porque me molesta cuando se habla con tanta seguridad y autoridad desde esos lugares pseudo científicos que creen poder interpretarlo todo sin antes dudar un poco del lugar desde el que hablan.

Es así como Mr. Stanford comienza diciendo que la voz de Skinner es la voz de un excluido, excluyéndolo dos veces al poner discutible entre paréntesis, pensando tal vez que porque él lo califica como algo digno a interpretar, el que lo llame excluido se vuelve discutible, ya que el poder de excluir o incluir es de él y sus estudios. El problema no es necesariamente éste sino cómo justifica eso que dice.

Con respecto a esto mismo me surgen algunas preguntas:

¿Por qué lo que va a decir el autor transforma la exclusión en algo a discutir? ¿Cómo entiende la exclusión? ¿Excluido de qué? Lamentablemente, no lo contesta y sólo podemos creer que el lugar desde donde habla es suficiente para decir, por ejemplo, que sus letras se deben al hecho de provenir de una clase inferior y carecer de cultura.

Me parece que si algo es digno de ser interpretado es justamente porque pertenece a la cultura y si a eso le vamos a agregar los adjetivos de alta, baja, llena o carente debiéramos estar de acuerdo con el hecho de que es la misma cultura la que nos hace comparar en los términos en que comparamos. ¿O será que hay gente tan superior para hablar de la cultura fuera de ella?

Parece que sí porque después se despacha sin dudar la siguiente pregunta: ¿Puede él conservar su autenticidad de clase inferior? No nos queda duda en cuanto a su habilidad artística, dice después, como si fuera tan fácil comparar habilidad artística y clase. Como si fuera una especie de excepción que lo ha hecho merecedor de ser analizado, comparándolo con Dostoievski y la parábola de las monedas perdidas, haciendo de las palabras algo a ser ordenado y domesticado por un saber que les dará lo que realmente se merecen, la verdadera interpretación, lo que realmente quisieron decir. Especie de Hogar de Cristo de los significados que prestará la ayuda necesaria para que el que nunca leyó a Dostoievski se dé cuenta de que no está tan mal y que en algún lugar de la calle, Skinner ha encontrado la autenticidad que se ha hecho merecedora de ser interpretada y salvada de todos los demás desechos cotidianos.

No creo que haya que ser muy lúcido para preguntarse por los parámetros que permiten contraponer la habilidad artística con la clase, como si comparásemos peras con manzanas. En este último caso podemos hacerlo o usar la diferencia como metáfora, porque es evidente que las dos son frutas, pero este señor no explica de dónde sacó la razón para su seguridad interpretativa y su sorpresa de que alguien sin cultura tenga habilidad para el arte. ¿Significa que escribe de él porque es una excepción? ¿O porque el autor maneja el fino arte de encontrar agujas en los pajares descubriendo arte donde no debiera haberlo? Esto es como pensar que la clase baja, como la llama él, sólo tiene destino de hooligan o futbolista, o eso que muchos antropólogos llamaban “primitivo”, creyendo tener la evolución de su lado. Mirando la realidad al estilo de esa especie de turismo gringo que busca de vacaciones rasgos distintos que los conecten con su lado salvaje, afirmando sin saberlo ese mito primitivo que creía que por comerse al enemigo lo incorporaba. El comerse puede ser entendido también en un sentido metafórico, al estilo de ciertas mujeres que he conocido en viajes y las cuales no me han calificado tal vez como suficientemente autóctono, por lo que no he quedado ni para el postre. Versión internacional del “me comí a una chana” o a una “warrior” y volví a mi casa a pensar en mi futura esposa y en cómo ella cuidará el jardín y su buen nombre.

¿Qué diría de esto Mr. Stanford? No lo sé, porque mis palabras no son las de él. En todo caso, acepto sugerencias.

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