Confesiones de un barman
Tengo un palco que muchos desearían. Tengo el poder de negar una copa en el momento menos oportuno para hacerlo. Soy como la Copec cuando decide subir el precio de la bencina.
Todo esto comenzó una vez que le dije a un cliente lo que debe haber sido uno de mis primeros consejos.
Me contó que últimamente le costaba cada vez más volver a su casa y que llegar de noche a ella era como salir de un bar y entrar a una iglesia. El tema es que entre medio de sus excusas y las llamadas de su mujer, le dije que no se preocupara tanto, porque la noche es una ficción.
Le dije que ni lo que decía acá ni lo que pasaría allá era una verdad absoluta.
Uno de los clientes habituales, que es escritor, al escuchar esta anécdota me prestó un libro de Juan José Saer que dice algo así como que la ficción no vuelve la espalda a una verdad objetiva sino que se sumerge en su turbulencia.
Nunca estar solo es una de las virtudes del barman sin los costos morales y legales de los dealers.
Me he querido salir de atrás de esto que a veces es una prisión y que no se parece en nada a esa película horrible llamada Coyote ugly. Acá en general no hay minas ricas ni finales felices. Es más, los que llegan acá es porque los siguen buscando sin saber que en general la galleta de la suerte no está dentro de una botella.
Es desde que me di cuenta que la noche es una ficción que empecé a interesarme por las ficciones que se construyen del otro lado de la barra ayudadas por lo que yo sirvo de este lado.
Un bar a veces es como un búnker en una ciudad sitiada del que no se quiere salir por miedo a lo que pudiera suceder.
Confieso que me gusta ser testigo de los miedos que los que llegan a tomar e intentan lentificar en la noche.
Casi diría que usualmente ejercito la piedad al saber que el trayecto de la vuelta a casa los cacheteará con la realidad. Los after hour son un síntoma de la necesidad de hacer más lenta la caída.
Disfruto enormemente creerle a ese cliente que una vez me dijo, robándole una frase a uno de sus grupos favoritos, que el barman tiene el don del perdón.
Basta escuchar para entender que llegan a hablar. Y en mi caso, no esperan que esa sea una de las razones por las que nunca he deseado otra cosa que quedarme detrás de la barra.
No esperan ni se imaginan que escuchándolos he aprendido a escucharme a mí mismo.
Es así como creo tener un aprendizaje en el arte de conocer a la gente
Sé discriminar cuando alguien viene con su novia, con su amante o con un proyecto futuro.
Sé cuando alguien se hace pasar por caballero y es un hijo de puta.
Sé cuando un pedido de un último trago es una excusa.
Sé cuando alguien bajo la excusa de olvidar viene a recordar.
Sé cuando una pregunta es una verdadera duda o un intento de confirmación de lo que ya se había pensado de antemano.
Sé que al igual que los locos, los curados tienen varias verdades que deben ser contadas.
Verdades que cuentan mientras dejan en la barra cartas notariadas, ampolletas, cortes en trámite, titulares que ya se cansaron de hablar con su señora y confesiones, que no sé si me hacen porque soy una cara demasiado conocida, o porque en vez de ser barman debiera haber sido tal vez cura.
No lo soy pero a falta de otra palabra, tal vez el destino me ha puesto en el lugar donde muchos vienen a buscarla. Y si jugáramos un poco con las palabras tal vez mi vocación se equivocó por un error del diccionario porque por lo menos puedo decir que muchos sí salen curados.
No esperen en el futuro de esta columna algo copuchento porque al igual que un psicólogo, un abogado o un cura, la pega de barman se toma en serio el respeto de la privacidad del que confiesa.
Aunque tal vez en el juego de la confesión yo tenga mejores cartas, ya que soy el dueño de uno de los mejores sueros de la verdad que se ha inventado.
No esperen interpretaciones sociológicas porque la realidad es siempre mucho más interesante que intentar explicarla.
Acá la realidad es tan simple como saber que las penas no se ahogan nunca en un vaso, más bien flotan borrachas.
Lo último que puedo decirles por ahora es que no hay mejor palco que el otro lado de la barra para tomar el pulso de lo que uno es, ha sido y quiere ser.
No hay mejor butaca que una cara reflejada en un vaso recién servido
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